Cómo escribir una crónica de Navidad sin que sea una necrológica
Todos los años, cuando se acerca diciembre, los grandes almacenes esconden las garras tras sus almibarados llamamientos. Un desfile de nombres abstractos sin orden ni sentido se agolpa en los escaparates, junto a las bolas brillantes. Rostros glamourosos y multinacionales sonríen para la cámara, como un elemento más que acompaña a toda la parafernalia, orquestada para conseguir una felicidad de bote a precios escandalosos. La paz se imprime sobre papeles pintados pero pronto es suplantada por la galería de los horrores que impone la realidad.
Entonces, una sonrisa cínica parece inevitable cuando la vista, que estaba posada en una peladilla de la bandeja, se dirige al aparato de televisión. Y es en este preciso instante cuando te preguntas qué significa todo esto, qué es lo que no cuadra o por qué se acepta la farsa con tanta naturalidad. Como si las burbujas de Freixenet no fueran contigo pero, sin embargo, el mes de diciembre las considerara imprescindibles, aún estando vacías.
Entonces, una sonrisa cínica parece inevitable cuando la vista, que estaba posada en una peladilla de la bandeja, se dirige al aparato de televisión. Y es en este preciso instante cuando te preguntas qué significa todo esto, qué es lo que no cuadra o por qué se acepta la farsa con tanta naturalidad. Como si las burbujas de Freixenet no fueran contigo pero, sin embargo, el mes de diciembre las considerara imprescindibles, aún estando vacías.
Es muy probable que a la mayoría de los cristianos y descreídos que celebran estas fiestas con toda la paga “extra” les traiga al fresco que se conmemore la Natividad de Jesús, la de Juan o la de Pedro. El estrés cotidiano da paso al estrés festero en una hábil maniobra publicitaria y se rellena con el relleno del pavo, el hueco reservado para el espíritu. Acto seguido, se envuelve en papel de regalo.
Por si no fuera suficiente, mientras el estómago está más presente que nunca, la radio regurgita que lo de la paz sólo existe en los anuncios publicitarios navideños, pues lo real sin duda prefiere otras cosas: asesinar ilegalmente a un genocida, mientras permite a otros morir de viejos; destrozar de un mazazo la ilusión de que un día el diálogo se imponga a la violencia porque "yo lo valgo"; en fin, toda una serie de menudencias que no consiguen mustiar el ornamento del árbol. Bolsillos y estómagos revientan todos los años en una cara del mundo que da la espalda. Seguiremos mirando para otro lado, una Navidad más, ya que no es cosa nuestra el poder hacer otra cosa. ¿O no?
Por si no fuera suficiente, mientras el estómago está más presente que nunca, la radio regurgita que lo de la paz sólo existe en los anuncios publicitarios navideños, pues lo real sin duda prefiere otras cosas: asesinar ilegalmente a un genocida, mientras permite a otros morir de viejos; destrozar de un mazazo la ilusión de que un día el diálogo se imponga a la violencia porque "yo lo valgo"; en fin, toda una serie de menudencias que no consiguen mustiar el ornamento del árbol. Bolsillos y estómagos revientan todos los años en una cara del mundo que da la espalda. Seguiremos mirando para otro lado, una Navidad más, ya que no es cosa nuestra el poder hacer otra cosa. ¿O no?
Tal vez el cocodrilo que indultó a Papá Noel un año más y permitió que al calvo le tocara la lotería puede seguir teniendo sus razones. Tal vez, mientras se ceba de forraje y de blandura, está pensando que la mejor excusa consiste en quejarse de un mundo imperfecto que no le dé miedo, que no le dé trabajo. Un año más, tendremos que indultar también y sin remedio, la necrológica de la Navidad.
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