miércoles, 31 de enero de 2007

Hacienda llama a Second Life


A diferencia de otros juegos colectivos on line, en Second Life los jugadores no se limitan a ganar puntos para subir de nivel y disfrutar con los fantásticos objetos virtuales creados por los programadores. Si así fuera -como en World of Warcraft o EverQuest-, el valor de tales objetos decaería al multiplicarse la demanda: esa piedra preciosa que luce en su cuello una princesa valdría lo que un pedrusco si demasiados usuarios pudieran encontrarla en las profundidades de una mina tenebrosa. En el mundo virtual de Second Life no hay objetos prefabricados: cada jugador crea los suyos, empezando por su propio avatar, un álter ego digital, mediante una aplicación informática. Para evitar que los objetos se desvaloricen, la empresa que explota el juego, Linden Lab, ha instaurado la tasa Linden, que grava los objetos en función del tiempo de procesamiento que requieren de sus ordenadores. Esta noción es resistida por quienes sostienen que el gravamen castiga la creación de objetos complejos, que son los que atraen más visitas y amplían la comunidad de adictos. Second Life reconoce a sus residentes (se llaman a sí mismos lifers) el derecho de propiedad sobre sus creaciones virtuales. Philip Rosedale, el inventor, explica que se inspiró en la lectura del economista peruano Hernando de Soto, de quien aprendió que la superioridad del capitalismo occidental se fundamenta en la propiedad inmobiliaria. ¿Qué gana Linden Lab aceptando que los usuarios sean propietarios de una tierra que sólo existe como series binarias? Que la propiedad incentiva la creación incesante de contenidos digitales y estimula un mercado en el que cobra una comisión por cada transacción. A quienes protestan en las calles de su mundo virtual, Rosedale replica que es necesario un equilibrio para evitar que la demanda de servicios desborde la infraestructura disponible. La población se duplica cada tres meses, y la empresa ha de aumentar proporcionalmente sus recursos informáticos. Se dirá, con razón, que Second Life es un juego, un mundo de fantasía, y que los usuarios lo saben desde el primer momento. Pero ¿es sólo un juego? Si 2,4 millones de individuos han pagado 10 dólares para registrarse (la mayoría deserta al cabo de un mes) es porque el morbo de esta plataforma consiste en emular la economía capitalista bajo una apariencia lúdica. Cada dólar estadounidense cotizaba el viernes [http://www.slexchange.com/] a 276 dólares Linden, la moneda ficticia de Second Life. La empresa se encarga de regular la oferta para evitar un estallido inflacionario. Mucha atención mediática se ha volcado en Anshe Chung -en la vida real Ailin Graef, nacida en China y ciudadana alemana-, la mayor terrateniente de Second Life. Su patrimonio inmobiliario de 550 islas virtuales, o 36 kilómetros cuadrados, tiene un valor nominal de un millón de dólares estadounidenses (equivalente a 750.000 euros); su negocio consiste en alquilar solares a las personas y empresas interesadas en instalarse en ellos. Otros promotores compiten con la señora Chung/ Graef, pero sólo ella puede decir que controla el 10% de la tierra disponible en Second Life. Sea por la dimensión de esta fortuna, o por el volumen de las transacciones en artefactos virtuales, un comité del Congreso norteamericano lleva meses elaborando un informe sobre las consecuencias fiscales que pudiera tener un tráfico no previsto en la legislación. Hay que suponer que Linden Lab paga impuestos por sus rentas, pero no está claro a qué régimen tributario responde Ailin Graef, con oficinas en Wuhan (China) [http://www.anshechung.com/]. El primero en promover el debate fue Julian Dibbel, que en su libro Play money sugiere que la transferencia de activos virtuales debería ser materia imponible. La mayoría de los expertos invitados por el comité coincide en que, siendo estos patrimonios susceptibles de crecer y puesto que existe un mercado, pueden generar plusvalías opacas al fisco. Al mismo tiempo, se preguntan cómo aplicar un impuesto sobre unos activos protegidos tras unas contraseñas sobre las que ninguna autoridad tributaria podría alegar competencia. Por otro lado, ¿de quién serían esos activos si, eventualmente, Linden Lab quebrara? Otros juristas sostienen que ningún Estado tiene derecho a gravar estos patrimonios, ya que no aporta infraestructuras ni servicios públicos. Para Greg Lastowska, de la Rutgers University, esta concepción libertaria es inaceptable a la luz del Código Fiscal (¡de 1913!), para el que toda renta es imponible "cualquiera que sea la fuente de la que se obtenga". El problema no es tanto de principios jurídicos como de capacidad para imponer la legislación a un fenómeno que, por así decir, no es de este mundo.


Fuente: La Vanguardia