miércoles, 28 de marzo de 2007

ZP



Dicen que todos los políticos son iguales. Dicen que todos los partidos son iguales. Por simplificar, se dicen muchas cosas. Actos son amores y no buenas razones. Las buenas palabras, para que surtan efecto, siempre deben ir acompañadas de los actos que las corroboren. Esto se llama coherencia. De lo contrario, se produce el efecto contrario.

Desde la primera vez que le oí hablar sabía que era una persona de actos. Como añadidura, si los actos se hacen por el prójimo, antes que por uno mismo, se produce el acto desinteresado, que es el que más favorece a todos, por paradójico que parezca. Y él responde a estas dos premisas. La falta de interés por el protagonismo, muchas veces se confunde con falta de liderazgo o falta de ambición política. Craso error.

En este país siguen de moda la picaresca, el gusto por la agresividad y la pandereta. La discreción se confunde con el aburrimiento y la falta de agresividad se traduce en debilidad, cuando es justamente lo contrario. Puede que no haga falta proclamar a los cuatro vientos que se tienen convicciones y principios sólidos, y puede que cuando se haga, precisamente, es porque se carece de ellos.

He llegado a ver libros sobre la maldad que esconde la presunta bondad de Zapatero. Y la bondad no es más que la suma de la inteligencia más la preocupación por el otro, la identificación con el otro. El egoísmo no le deja ver a la mayoría de la gente que esa bondad es posible y como la mayoría de la gente no consigue verlo, tampoco puede nunca pensar en otro mundo posible. Lástima.

Ayer vi a una persona sencilla, bienintencionada y, sobre todo, capaz de verse en los demás, capaz de ponerse en el lugar de los demás. Capaz de reconocer errores propios, y capaz de creer que las cosas se pueden mejorar y se deben mejorar. Capaz de reconocer que todavía hay mucho por hacer. Un hombre tranquilo y reflexivo, lejos de la estridencia de protagonismos de poder que de nada sirven, aparte de ensoberbecer y errar. Un hombre cercano. Y, sobre todo, un hombre que escucha. Si todos supiéramos escuchar, este mundo sería mejor. Lo de menos es lo que cueste un café. Y si todos supiéramos pensar, nos daríamos cuenta de que en alguna parte un café puede costar ochenta céntimos. El problema es que siempre miramos lo que nos cuesta a nosotros. Una vez más, no sabemos escuchar ni mirar al otro. Él sí. Por eso es diferente a muchos. Quiero pensar que tiene defectos.