viernes, 26 de enero de 2007

Lo que las prisas esconden (II)


En el delicioso libro Martes con mi viejo profesor, su protagonista, Morrie Schwartz, el viejo profesor sabio y moribundo que imparte sus últimas lecciones de vida a su amado y antiguo alumno, dice: “Una parte del problema (…) es la prisa que tiene todo el mundo. Las personas no han encontrado sentido en sus vidas, por eso corren constantemente buscándolo. Piensan en el próximo coche, en la próxima casa, en el próximo trabajo. Y después descubren que esas cosas también están vacías, y siguen corriendo”. ¡Qué crudo se sirve el sentido común del profesor Schwartz!

En lugar de buscar las causas profundas e íntimas en la urgencia en nuestro int3rior, es más fácil echar mano del analgésico o el apósito de fácil aplicación que enmascara el dolor agudo. O incluso tirar del producto lácteo o el multivitaminas que promete reforzar nuestras defensas para que no paremos hasta que reventemos, y eso es válido también para los pequeños de la casa, que deben ir todo el día a tope.

Además, acostumbrados a vivir en una sociedad enamorada de las técnicas que proporcionan atajos (Internet, mandos a distancia, navegadores, analgésicos…), nos cuesta aceptar que a la calidad de vida no se llega desde el camino del atajo. Pero el aparente alivio temporal que nos aportan los atajos nos da fuerzas que empleamos para estar cada vez más ocupados en otras cosas, sin ni siquiera detenernos a meditar si lo que hacemos es, en verdad lo que más importa, lo que realmente añade valor al proyecto, a la tarea, a la relación, al medio, a nosotros mismos.

Difícilmente, la calidad de vida se fundamenta en la rapidez, y menos en la urgencia. Tiene más importancia lo que se hace y cómo se hace que la velocidad en realizarlo.

Paradojas. Hay una paradoja que no deja de sorprenderme y que por desgracia se da con mucha frecuencia en nuestros días: buenos profesionales, que aplican ingentes cantidades de tiempo y recursos a analizar y gestionar hasta el último detalle de su empresa, incluso de cada producto o servicio, son incapaces de administrar con un mínimo de solvencia su propia vida. A lo largo de su carrera profesional realizan decenas, cientos de estudios y análisis sobre su empresa o sus productos pero, curiosamente, no se detienen a pensar con calma lo que es sin duda más importante: ellos mismos, su vida….Quizá por pereza, por ignorancia, por prisa, por miedo. O porque repensarse es un ejercicio que requiere mucha honestidad y coraje. O porque ni se lo han planteado. O porque nadie les ha dicho que eso también puede hacerse y que no es cosa de locos.

Cuando lo esencial detiene lo urgente.

Todos sabemos que algún día moriremos, pero nos cuesta creerlo. Probablemente sólo cuando la vida nos hace una fuerte llamada de atención, a través de la enfermedad inesperada, el grave accidente o la muerte del ser amado, sólo entonces nos enfrentamos a lo esencial, a los temas cruciales de la vida que normalmente tienen que ver con el sentido (¿para qué vivimos?) o con el amor. Entonces la urgencia se va a tomar viento de repente y lo importante, lo esencial, aflora con una nitidez que hace sonrojar al más listo.

Dijo William James que “ser sabio es el arte de saber qué pasar por alto”. Quizá vivimos y provocamos la urgencia para llenar el vacío que provoca nuestra avidez. El sentimiento de urgencia permanente desaparece cuando nos damos cuenta de que con lo esencial, con lo que no se ve, con nuestros afectos, incluso sólo con nosotros mismos, nos basta.

Álex Rovira Celma

Rolling Stones



Lo que las prisas esconden (I)


Lo urgente se nos come. Su avidez no tiene límites. Tiende a invadirnos como un cáncer voraz. La urgencia entra por la puerta, por el teléfono, por el correo electrónico, por todos los lados: llamadas que exigen una respuesta inmediata, trabajos que deben ser realizados con premura, reuniones que se adelantan por cuestiones perentorias, correos electrónicos que solicitan acuse de recibo y respuesta inaplazable, interrupciones de toda índole que, chulescas, entran sin llamar y tienden a invadirnos bajo el amparo de una etiqueta que parece justificar el acoso: “¡Es urgente!”, y que nos requieren sin cesar que corramos el maratón a ritmo de sprint.

Urgencia ineficiente. Diversos estudios sostienen que se puede perder hasta el 80% de la jornada laboral en interrupciones generadas por lo aparentemente urgente. Y digo aparentemente porque en muchos casos se demuestra que en realidad no se trata de nada crítico. No neguemos el hecho de que hay realmente cuestiones urgentes e importantes, pero so menos de las que creemos.

Las causas de este sarao cotidiano son múltiples, pero sin duda una de las más importantes es que hay quien vive de provocar el caos y la angustia desde la urgencia para asegurar su control, su poder y su puesto, perfiles que ostentan cargos de autoridad, pero que carecen de las habilidades que les permitirían ser realmente competentes. La profesionaliad y la eficiencia tienden a ser discretas, humildes y elegantes, pero etimológicamente, urgir y apretar son una misma cosa, y quien no sabe gestionar de manera eficiente y humana tiende a apretar innecesariamente a los que le rodean para sentirse el rey del gallinero o el alfa dominante de la manada, cuando en realidad se trata del tábano impertinente o, mejor de la mosca cojonera. La urgencia es en muchos casos un elocuente disfraz de la incompetencia, del cretinismo y del propio vacío interior .

Las enfermedades, Según la OMS, hay cada vez más personas deprimidas en los entornos laborales debido a la presión y a la angustia, claros síntomas de la urgencia. Hasta tal punto es así que en medios profesionales abundan frases de este estilo:

“En todo el día no he tenido un momento para ir al lavabo” (¿Se lo imaginan?).
“La semana que viene no puedo ni ponerme enfermo ni tener una crisis: tengo ya la agenda a tope”.

“Llego tarde a la sesión de yoga: ¡Qué estrés!.

Expresiones que ponen de manifiesto la insensatez de la especie y un estilo de vida cuanto menos, insano. Comentarios a veces dichos con ironía; otras veces, con resignación, y otras con ingenuidad, en una descripción de la esclavitud de la agenda, de la prisa, del reloj. Son voces de profesionales anónimos estresados y cabreados, presos o víctimas de “lo urgente” impuesto por un tercero y muchas veces, también, por uno mismo.

Álex Rovira

Educación para la Ciudadanía


Lo de la enseñanza es aterrador porque, además parece que todas las deficiencias se resuelven dotando a los centros de muchos ordenadores. A mí me parece muy bien que los ordenadores entren en la escuela como complemento, como herramienta útil, prácticamente imprescindible en el mundo actual, pero la educación debe ser cosa de los maestros, de los profesores humanos, no se la puede confiar a los ordenadores y menos aún en una sociedad donde la educación infantil empieza con la televisión desde la cuna. Hoy en día, un niño, en cuanto abre los ojos empieza a ver televisión. Antes de ir a un colegio o una guardería, el niño ya ha recibido muchas imágenes televisivas cómodamente, sin hacer ningún esfuerzo. Convénzale usted luego para que haga el esfuerzo de leer. Por no hablar de los contenidos. Cuando un personaje de esos dibujos arrea un estacazo a otro, el niño se ríe, se lo pasa muy bien, es decir, se le va induciendo a la cultura de la violencia de manera divertida y dosificada. Para rematarlo, vienen luego los anuncios publicitarios con los que se le va incitando al consumismo. De modo que la educación ya empieza muy mal y no me parece el mejor remedio amarrarlo a continuación a un ordenador, con el que aprenderá muchas cosas, no lo dudo, pero lo que no va a aprender, evidentemente, son relaciones humanas. Incluso, aunque se elijan juegos que estimulen muchas cualidades humanas, lo que no enseña la consolita es a relacionarse con los demás. Las relaciones con otro se aprenden jugando, en la calle, en el recreo, haciendo deporte, pero jugando entre seres humanos, no entre un humano y una máquina. Y sin embargo, parece que hemos triunfado si metemos muchos ordenadores en el aula desplazando al profesor, que es quien podría enseñar y transmitir los valores humanos. La formación así concebida no va encaminada a enseñar a vivir; se enseña a consumir y producir, no a vivir. Ésa es una de las razones de la pasividad de la gente ante las cosas que ocurren. No se nos educa para ser ciudadanos, se nos enseña a gastar, a consumir, y fíjense que a la palabra “vividor” se la ha cargado con connotaciones peyorativas cuando vivir plenamente debería ser la meta.


José Luis Sampedro. Escribir es vivir