miércoles, 15 de agosto de 2007

Lo que queda del naufragio


Consiguió alzar la cabeza unos cuantos centímetros sobre la arena. Le pesaba tanto como los recuerdos que quedaron atrás en su lucha por la supervivencia. El agua, por fortuna, no había alcanzado sus pulmones pero sí su estómago. Le empastó el paladar y su boca tenía un gusto desagradable y amargo, más que salado. Cuánto tiempo llevaría allí tumbado. Miró alrededor y todo era distancia. Echaba en falta tantas cosas que en el pasado le cansaron. Echaba en falta tonterías como las llamadas de su madre con los requerimientos de siempre; los amigos a los que a veces prefirió cambiar por la soledad. Tonterías como su aparato de música que, como un autómata, a diario conectaba en casa. Si en este momento le hubieran dado la oportunidad, lo habría hecho como la primera vez, como la última vez, de haber sabido que era la última.
Caminó a un lado y a otro por la orilla que no acababa nunca hasta notar que pisaba algo medio enterrado con su pie derecho. Era un cristal, pero no estaba roto. Se afanaba en apartar la arena alrededor hasta que tuvo entre sus manos la botella vacía. Entonces no pudo detener un recuerdo. Como en sueños, veía su sonrisa al tiempo que levantaba la copa para chocarla con la suya. Formuló un deseo. Que su amistad se contuviera siempre en esa instantánea, en un vaivén de cola y ron. Se preguntaba qué destino tomó ese brindis, según dirigía sus ojos a la etiqueta de la botella sin contenido. Vidrio que en tiempo custodiaba el alcohol de caña que sucumbiría también, víctima de su avidez, empeñada siempre en beberse la vida.


Esa misma ansia de supervivencia le impulsaba ahora a registrar sus bolsillos. Su ánimo reflejó cómo la esperanza esta vez le daba una tregua. La agenda estaba intacta, llena de hojas secas y en blanco. Colocó su corazón en la mano derecha. Os echo de menos. Echo de menos la vida que no he sabido apreciar. Ahora estoy entre los restos del naufragio y no sé cómo salir de aquí. Si llega a manos de alguien este trozo de papel, que venga a rescatarme. Estoy en esta isla, solo.

Arrojó con todas sus fuerzas la botella que conocía sus pensamientos. Al cambiar la marea, la botella regresaba a sus manos, como si un muro a unos cuantos kilómetros de la playa se hubiera empeñado en actuar de frontón. Así un día tras otro. Él soñaba con que cambiara el viento, y que éste arrastraría consigo su suerte pero no fue así. Llegó a olvidar la finalidad del mensaje de la botella y noche tras noche, a la misma hora, lanzaba el objeto con fuerza al agua, como quien hace el gesto de parar el despertador cada mañana. No supo el tiempo transcurrido desde que se había quedado solo.
Sin un porqué, un barco apareció a su vista un día en la distancia, y se fue acercando hasta acaparar toda la línea del horizonte. Una mueca de extrañeza sustituyó cualquier atisbo de emoción. De sus labios se escurría un lamento. Demasiado tarde.