martes, 9 de enero de 2007

¿Qué será?



¿No tenían otra cosa que decirse? Sin embargo, sus ojos estaban llenos de una conversación más seria; y, mientras se esforzaban por encontrar frases triviales, se iban sintiendo invadidos por cierta languidez; era como un murmullo del alma, profundo, continuo, que dominaba el de las voces. Sorprendidos de asombro por aquella dulzura nueva, no pensaban en contarse la sensación o en descubrir su causa. Las felicidades futuras, como los ríos de los trópicos, proyectan sobre la inmensidad que las precede sus suavidades natales, una brisa perfumada, y los que las perciben se adormecen en ese arrobamiento sin cuidarse siquiera del horizonte que no se vislumbra.


Gustave Flauvert. Madame Bovary


Hace mucho tiempo, el hombre oía extrañado el sonido de un golpeteo regular dentro de su pecho y no tenía ni idea de su origen. No podía identificarse con algo tan extraño y desconocido como era el cuerpo. El cuerpo era una jaula y dentro de ella había algo que miraba, escuchaba, temía, pensaba y se extrañaba; ese algo, ese resto que quedaba al sustraerle el cuerpo, eso era el alma.


Hoy, por supuesto, el cuerpo no es desconocido: sabemos que lo que golpea dentro del pecho es el corazón y que la nariz es la terminación de una manguera que sobresale del cuerpo para llevar oxígeno a los pulmones.


La cara no es más que una especie de tablero de instrumentos en el que desembocan todos los mecanismos del cuerpo: la digestión, la vista, la audición, la respiración, el pensamiento.


Desde que sabemos denominar todas sus partes, el cuerpo desasosiega menos al hombre. Ahora también sabemos que el alma no es más que la actividad de la materia gris del cerebro. La dualidad entre el cuerpo y el alma ha quedado velada por los términos científicos y podemos reírnos alegremente de ella como de un prejuicio pasado de moda.


Pero basta que el hombre se enamore como un loco y tenga que oír al mismo tiempo el sonido de sus tripas.


La unidad del cuerpo y el alma, esa ilusión lírica de la era científica, se disipa repentinamente.


Milán Kundera. La Insoportable Levedad del Ser





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