martes, 29 de mayo de 2007


Cuando recibi el telegrama comunicándome la muerte del pobre Augusto, y supe luego las circunstancias todas de ella, me quedé pensando en si hice o no bien en decirle lo que le dije la tarde aquella en que vino a visitarme y consultar conmigo su propósito de suicidarse. Y hasta me arrepentí de haberle matado. Llegué a pensar que tenía él razón y que debí haberle dejado salirse con la suya, suicidándose. Y se me ocurrió si le resucitaría.
“Sí─me dije─, voy a resucitarle y que haga luego lo que se le antoje, que se suicide si es así su capricho” Y con esta idea de resucitarle me quedé dormido.

A poco de haberme dormido se me apareció Augusto en sueños. Estaba blanco, como la blancura de una nube, y sus contornos iluminados como por un sol poniente. Me miró fijamente y me dijo:
─¡Aquí estoy otra vez!
─¿A qué vienes?
─A despedirme de usted, don Miguel, a despedirme de usted hasta la eternidad y a mandarle, así, a mandarle, no a rogarle, a mandarle que escriba usted la nivola de mis aventuras…

Miguel de Unamuno
(1864-1936)
Niebla

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